El samurai alto entró en el pequeño pueblo, al este de Kyoto, en la isla de Honshu. Su Ayigasa, un sombrero de junco revestido de seda, que llevaba caído tapando su frente, proyectaba una sombra sobre sus ojos y la mayor parte de su cara. Su ropa de caza de color claro estaba muy contrastado con el lustre de la vaina de laca negra de la espada que portaba en su costado izquierdo.
Se movía silenciosamente, cautelosamente, pero sus zancadas eran seguras; su aspecto soberbio. Sus ojos viajaban levemente sobre las diminutas cabañas que bordeaban la tranquila calle. Los aldeanos no se dejaban ver por ninguna parte, aunque el sentía unos ojos siguiéndoles mientras pasaba por delante de las casas. Se habían refugiado del sol, pero hubieran entrado dentro aún en día nublado para evitar el contacto con este guerrero misterioso.
El samurai estaba satisfecho. No quería encontrar a nadie que pudiera retrasar su búsqueda del artista Hirata . Las ordenes de su Señor, uno de los más fiados Daimyo del Regente Hideyoshi, eran explicitas: debe encontrar pronto a Hirata y convencerle, por cualquier medio que creyera conveniente, que tenía que entregar a su hermosa hija, Okane, al palacio de Edo. Ella será un gran regalo para el poderoso Hideyoshi y traerá mucho honor y favor a su Señor. Le avisaron al samurai que no le permitirían el privilegio de una muerte honorable si fallaba. En vez, lo desterrarían a Corea, donde se uniría al ejecito de Hideyoshi en su intento inútil de conquistar aquella península misteriosa. Serviría como el más humilde de los soldados y seguramente sufriría una muerte ignominiosa.
No le preocupaba su destino al samurai, porque estaba seguro que no fallaría. Los aldeanos tenían miedo y estaban desarmado. Hirata era un hombre viejo. No tendrá ningún problema en cumplir su misión con éxito.
Sin embargo, le habían advertido que no debería tomar ligeramente a Hirata. Era un ninja, un miembro del clan que había hostigado las fuerzas de Hideyoshi mientras viajaban desde Edo a Kyoto antes de que fueran aplastados por el gran poderío del Regente imperante. Se rumoreaba que él había causado muchas muertes de modos horribles y taimados, y solamente le permitían vivir porque Hideyoshi no estaba deseoso de continuar esta guerra derrochadora contra estos campesinos aterradores en un momento cuando estaba tan involucrado con otras campañas más importantes. Volvería a ellos más tarde, cuando sus guerreros retornaran desde Corea, y les exterminaría. Mientras tanto, había una paz.... una paz de odio y desconfianza.
Una sonrisa atravesó la cara del samurai mientras recordaba su encuentro con un comerciante que conocía a Hirata. Sucedió en unas 50 millas de la aldea. Ël había compartido una botella de sake con el comerciante gordo y jovial, que se sentía relajado por la conversación, cortes y sin importancia, y suavizado por al vino. Era en aquel momento que el samurai sacó el tema de Hirata. ¿Le conocía el comerciante? ¿Sabía donde vivía? ¿Conocía sus costumbres? ¿Sabía de los poderes que poseía?. El comerciante contestó si a todas las preguntas.
“No quiero saber porque busca usted a Hirata,” –dijo el comerciante. “temo que el conocerlo será peligroso. Tan peligros como puede ser Hirata. No se deja engañar por su edad y comportamiento quieto. Hirata es un hombre tortuoso, como todos los ninjas son hombres tortuosos. A dominado el uso de los venenos, por esto no debe usted aceptar nada de la comida o bebida que le ofrezca. Y no deje que le toque a usted. Han dicho que esconde sus manos unas agujas revestidas de veneno de una potencia mortal. Aunque es usted joven, y fuerte, resultará ser un oponente digno, si le busca como oponente.
“Vive al final de la aldea, en una casa situada encima de un otero flanqueado por un riachuelo pequeño. Vive con su hija, Okane, la flor más bella que ha crecido en Honsh, que le sirve y la honra como si fuera un Señor poderoso. Vive en paz ahora, trabajando en su arte desde el amanecer hasta el anochecer. Pero no se equivoque por esta serenidad. Es peligroso. Es tortuoso. “
El samurai estaba satisfecho con la información que recibía del comerciante borracho, y ahora, mientras se acercaba a la casitas pequeña encima del otero, tenía confianza en que su misión le saldría bien.
El samurai tuvo que agachar la cabeza para ver a través de la puerta abierta de la casa de Hirata. Debido al deslumbramiento cegador del sol del mediodía, sus ojos tardaron unos momentos en acostumbrarse a la habitación sombría. Estaba amueblada sencillamente... casi estéril. Unos pocos tatamis en el suelo, un juego de té de diseño simple sobre una mesa baja en medio de la sala, un hornillo y utensilios de cocinar en el rincón distante. Una lámpara colgaba del techo, pero ofrecía poca iluminación. La mayoría de la pared opuesta estaba abierta para revela r un pequeño jardín, bien cuidado, de rocas y árboles. En el centro de la abertura, destacado contra la luz, una figura se sentaba con las piernas cruzadas frente a una mesa baja. Estaba pintando, observo el samurai, con pincel y tinta, y estaba tan absorbido en su trabajo que no se percató, o no parecía percatarse, en la figura alta en el portal.
“Busco un hombre llamado Hirata.” –La voz del samurai resonaba con autoridad.
Lentamente sew enderezaba la figura de la mesa y, sin volverse, contestó.
“Soy Hirata. ¿Cómo puedo servirle a usted?”.
El samurai entró en la habitación, echando sus hombros hacia atrás y apareciendo aún más masivo que era en realidad. Se acerco a Hirata con pasos firmes. Impresionaría al artista con su poder inmediatamente. Estaba seguro que no habría problemas.
“Soy de Mito, y traigo una oferta que honrará a su casa “.
Hirata se levantó lentamente y se volvió. Era delgado y más alto que parecía cuando estaba sentado. Se vistió una Hakama por encima de su sencillo kimono blanco. Su pelo era abundante y largo, tocado de gris. Una pequeña barba escasamente cubría su barbilla. Le asombraba al samurai que la cara del artista no tenía arrugas, que sus ojos eran claros y llenos de vigor. Pero más le impresionaba las manos de Hirata. No parecían encajar con su cuerpo eran grandes y fuertes... las manos de un hombre de gran fuerza... de un guerrero.
“Ya me ha honrado por haber entrado en mi humilde casa.” -dijo Hirata mientras se inclinaba ligeramente apretando sus manos entre si.
El samurai no devolvió la reverencia. Establecería de inmediato quien era el superior, aunque significaba insultar a su anfitrión. Hirata no parecía notarlo o simplemente ignoró la grosería.
“Le ofrezco algo de té. O tal vez prefiere sake.” –dijo indicando hacía la mesa en medio de la habitación.
El samurai declinó. Se pone en marcha rápidamente, pensó.
“Estoy ansioso para volver a Mito con su regalo para mi Señor, Hideyoshi.” –dijo el samurai mientras empujó el sombrero hacía atrás hasta que colgaba encima de su espalda por la cuerda que lo había sujetado debajo de su barbilla. Hirata le miraba a la cara con calma. Era una cara cruel y ruda; una nariz ancha separaba a unos ojos profundos y malvados. La barbilla era cuadrada y firme, y una sombra azul escasamente escondía unas mejillas destrozadas por la sífilis. Este es un hombre que ha matado a muchos sin remordimiento, pensó Hirata. Y con la más mínima provocación, mataría de nuevo.
“Me siento adulado que cree que tengo algo digno de ser un regalo para el gran Hideyoshi.” –dijo Hirata humildemente. “Pero como puede ver, esta es una casa simple. Tengo posesiones simples y mi arte es de mediocre calidad, más apta para quemar que para un obsequio.”
El samurai miró a Hirata fríamente. Es un hombre sagaz. No se como se ha enterado, pero sabe porque estoy. Aquí ahora veremos si es tan valiente como sagaz.
El samurai sacó su espada y la colocó contra la mejilla del artista. Con la presión más tenue, hizo un corte pequeño. Hirata se quedó inmóvil y silencioso mientras la sangre escurría por su barbilla y goteaba encima de su kimono blanco.
“No quiero su arte cruda ni sus posesiones simples.” -gruñía el samurai. “El regalo por el que he venido es su hija. ¡Traédmela enseguida!.
Hirata miró fijamente, sin emoción aparente, al samurai, pero a la medida que éste elevo la espada, golpeaba sus manos dos veces, y una chica joven entró desde el jardín. Era la muchacha más hermosa que había visto nunca el samurai, una figura pequeña y delicada, escasamente de 13 años, con una piel que era casi transparente, unas facciones perfectas, un tipo apuesto. De verás ella era un premio digno para cualquier rey. Su Señor estaría contento y le recompensaría generosamente.
“Actúa con sabiduría, no con honor ni con valentía.” –dijo el samurai con desprecio. “Le pago por su obsequio con su vida. Ven, Okane, la llevo a una vida muchísimo mejor. Una vida de servicio para nuestro Señor Hideyoshi.”
Con su espada todavía desvainada, el samurai cogió la mano de la asustada Okane, la llevó hasta la puerta. Ella no ofreció ninguna resistencia ni miraba a su padre, que no se había movido ni profería ninguna palabra. En la puerta, el samurai volvió hacía Hirata.
“Ahora sería un buen momento para que usted disfrute de algo de su té y sake.” Enfundó su espada y anduvo triunfalmente a lo largo de la calle de la aldea con Okane corriendo par ir a su paso.
La taberna estaba casi desierta cuando entraron el samurai con Okane. Inspeccionaba la sala grande desde la puerta, una precaución que se había convertido en costumbre en todas sus misiones. Estaba agotado por la constante vigilancia que tuvo que mantener desde su salida de la casa de Hirata y quería nada más que una buena comida, algo para beber y un poco de reposo. Estaba contento de ver al comerciante que había encontrado en su visita anterior consumiendo un manjar de arroz y pescado cocido en el distante rincón. Sus ojos se encontraron y el comerciante sonrió e indico que el samurai se uniera a él.
El samurai se sentó fatigosamente encima del delgado tatami que estaba extendido delante de la mesa y trago con ganas la copa de sake que le ofreció en comerciante. Okane se sentaba resentidamente a su lado, sus ojos mirando hacia abajo e hinchados con lágrimas sin derramar.
“Le doy las gracias por su hospitalidad y los consejos valiosos que me dio cuando nos encontramos la primera vez. Brindo por su salud y su futuro,” – dijo el samurai, y apuró una segunda copa de sake.
Ahora que estaba sentado sintió el cansancio recorrer su cuerpo. Se sentía mareado, como si hubiera bebido demasiado. Pero entonces sus brazos parecían de plomo, sus piernas palpitaban y un dolor punzante corría a través de su pecho. El comerciante sonreía y estaba hablando, pero tuvo que concentrarse mucho para oír lo que decía.
“Hirata le da las gracias por su regalo de la vida. Para pagarle ahora le quitará la carga de su hija indigna de sus cansados hombros. El siente que le pareciera bien rechazar su hospitalidad durante su visita su casa. Sabe que era un descuido de su parte y ha mandado su sake favorito para aliviarle y calentarle.”
El comerciante se levantó y, cogiendo a Okane por la mano, anduvo lentamente hacía la puerta. El samurai quedó sentado, paralizado, sin poder pararle.
“Le advertí.” –dijo el comerciante mientras salía por la puerta.
“Hirata es un hombre tortuoso. Todos los ninjas somos hombres tortuosos”.